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La mano dura de Macron se enfrenta a la tradición francesa del diálogo social

En la Francia de estos días, hay pocas cosas en común entre el Palacio del Elíseo y la sociedad civil. A pesar de la retórica ocasional del presidente Emmanuel Macron en sentido contrario, el poder parece ejercerse de arriba abajo, con la violencia estallando y extendiéndose, eclipsando el significado y el contenido.

Sacudida por el movimiento de los “chalecos amarillos” desde 2018 hasta principios de 2019, una serie de protestas sin cuartel por el coste de la vida, Francia vive actualmente uno de los episodios más graves de resistencia civil desde las protestas de 1995.

El martes 28 de marzo fue el décimo día de huelgas contra la reforma de las pensiones de Macron, que ampliaría la edad mínima de jubilación de 62 a 64 años. Aunque la participación disminuyó en comparación con el jueves 23 de marzo, lo que había comenzado como un rechazo a la reforma se ha transformado en un grito general contra lo que muchos consideran carencias democráticas del país.

La chispa fue el uso por parte del gobierno de la controvertida medida “49.3”, que le permitió eludir al parlamento y sacar adelante el polémico proyecto de reforma.

Paralelamente, más de 25 000 manifestantes a favor del medio ambiente se han reunido en el oeste de Francia en los últimos días para pedir al gobierno que detenga la construcción de gigantescos embalses de agua. Este tipo de infraestructuras, cuyo objetivo es garantizar el abastecimiento de agua a la agricultura en previsión de posibles sequías este verano, suscitan inquietud por la confiscación por un sector de un recurso cada vez más escaso en la era del cambio climático.

Los enfrentamientos con unos 3 000 efectivos policiales han dejado 47 policías y 200 manifestantes heridos. En el momento de escribir estas líneas, dos manifestantes están en coma, y uno se encuentra entre la vida y la muerte.

Estos acontecimientos han desplazado cada vez más la conversación del significado y el contenido a los enfrentamientos entre la policía y las fuerzas subversivas.

Como si fuera posible atribuir la culpa del aumento de la violencia a unos u otros, y zanjar el asunto denunciando a un brazo de la policía antidisturbios o al otro, a los anarquistas o a los grupos de bloques negros.

La violencia es siempre una posibilidad en democracia, pero empieza a enconarse cuando los problemas no se abordan políticamente. Para evitarlo, el Panel Internacional sobre la Salida de la Violencia de la Fundación Maison des Sciences de l’Homme ha aconsejado la intervención de organismos mediadores.

El declive de las instituciones y la mediación

La situación actual en Francia requiere dos tipos de análisis complementarios. Por un lado, es necesario examinar los procesos que, con el paso del tiempo, han debilitado a los actores susceptibles de garantizar el tratamiento político de los problemas sociales. Por otro, los recientes acontecimientos exigen que nos fijemos en el colapso de las instituciones y organismos mediadores que podrían haber ayudado a resolver las tensiones políticas de forma pacífica y constructiva.

El declive de la capacidad de la sociedad civil francesa para mediar con el poder se remonta a mediados de los años setenta. En aquella época, la sociedad estaba estructurada por el sistema de gobierno republicano del país, poco cuestionado, y por los repetidos conflictos entre trabajadores y empresarios. El liberalismo o neoliberalismo aún no había afectado al modelo republicano de servicio público y grandes empresas nacionalizadas.

En mayo de 1968 llegó una nueva figura, el estudiante, y la desindustrialización provocó cambios en la economía, cambios culturales y el debilitamiento de los sindicatos.

En el siglo XXI, la idea y el laicismo de la República francesa han animado en gran medida el debate nacional, en un contexto de aumento de las corrientes extremistas, en particular del extremismo islamista.

Agruparse en un paisaje fragmentado

En consecuencia, los sindicatos y las ONG que han estructurado durante mucho tiempo la vida política francesa tienen cada vez más dificultades para existir a nivel local y reunir a los trabajadores.

Un ejemplo elocuente tuvo lugar el 2 de junio de 2020: a pesar del cierre por la pandemia de covid-19 y desafiando las órdenes de la policía, unas 20 000 personas se congregaron para exigir la verdad sobre Adama Traoré, de 24 años, muerto en una comisaría de la región parisina cuatro años antes.

Sin embargo, no fueron las ONG de larga trayectoria SOS Racisme ni la centrada en los derechos humanos Ligue des droits de l’Homme las que organizaron las protestas, sino una red dirigida por la hermana de Traoré.

Representantes sindicales asisten a una reunión intersindical tras la manifestación del tercer día de huelgas y protestas en todo el país por la reforma de las pensiones propuesta por el gobierno, en febrero en París.
Ian Langsdon/AFP

Aunque los sindicatos han sido capaces de unirse y pedir colectivamente la retirada de la reforma de las pensiones, la realidad es que dependen del radicalismo de las bases. En los últimos años, los sindicatos han fracasado a menudo a la hora de liderar las protestas. Por ejemplo, los trabajadores de la compañía nacional de ferrocarriles de Francia organizaron su propia huelga en diciembre de 2022 sin la ayuda de los sindicatos.

Poder de arriba abajo

Mientras tanto, el presidente Macron ha gobernado sistemáticamente de arriba abajo desde que asumió el cargo en 2017, atendiendo solo a unos pocos mediadores.

En cuestiones sociales, no tiene en cuenta a los sindicatos, incluidos los reformistas como la CFDT –una actitud que no data solo del debate sobre la reforma de las pensiones–. Me lo confirmó personalmente cuando, en una reunión en marzo de 2019 con académicos para reflexionar sobre la crisis de los “chalecos amarillos”, le pregunté por qué no hablaba con la CFDT. Macron respondió que los organismos intermedios que merecían su atención eran los representantes locales y regionales, no los sindicatos.

Una y otra vez, ha criticado el “corporativismo” –ideología política por la que los organismos profesionales tratan de defender exclusivamente sus intereses– refiriéndose a él como “la enfermedad francesa, lo que reapareció más rápidamente tras la Revolución de 1789”.

Un trabajador de edad avanzada vestido con boina sostiene un cartel
En Toulouse, un miembro del partido comunista sostiene un cartel que puede traducirse a grandes rasgos como ‘Macron desprecia la República’, un juego de palabras entre el sustantivo francés ‘presidente’ y el adjetivo ‘despectivo’.
Charly Triballeau/AFP

Esta propensión a desestimar la mediación se observa también en otros ámbitos. En junio, el gobierno decidió suprimir dos órganos históricos de la diplomacia francesa: los embajadores y los consejeros de asuntos exteriores. En su lugar, se crearía un nuevo cuerpo de administradores del Estado, en el que los altos funcionarios ya no estarían adscritos a una administración concreta.

Esto provocó la primera huelga en el Ministerio de Asuntos Exteriores en 20 años. El exministro de Asuntos Exteriores Dominique de Villepin y el negociador de la Comisión Europea para el Brexit, Michel Barnier, se opusieron a las reformas, y los expertos las calificaron de “evolución preocupante”, en vano.

Macron también ha sido acusado de tener una actitud despreocupada hacia los representantes electos locales o regionales al no invitar a los alcaldes de Francia a una reunión de trabajo sobre descentralización el 13 de marzo de 2023. Y ha difuminado las distinciones entre la izquierda y la derecha clásica, cuyos efectos acabamos de observar con ocasión del debate parlamentario sobre las pensiones. El partido conservador tradicional de Francia, Les Républicains, está moribundo, o casi.

Entender el gobierno “jupiteriano

Muchos han calificado el estilo de gobierno de Macron de « jupiteriano”. ¿Es una consecuencia de la personalidad del presidente, o incluso, como lo llamó una vez el ex ministro del Interior Gérard Collomb, “arrogancia”?

Al eliminar a los mediadores entre él y los ciudadanos del país, Macron corre el riesgo de extender la alfombra roja a la extrema derecha. Estas cuestiones son siempre arriesgadas, pero hoy en día hay una gran cantidad de investigaciones periodísticas y testimonios que documentan esta creación de un vacío institucional, político y social. Si esto debe mucho a la percepción que el jefe del Estado tiene de su propio papel, lo cierto es que las instituciones de la V República lo facilitan. De ahí que se reclame una nueva Constitución y una Sexta República.

También podemos preguntarnos si los agentes sociales, políticos o culturales están haciendo todo lo que está en su mano para avanzar en la dirección del debate y la negociación.

La respuesta es “sí” si nos fijamos en cómo la intersindical del país se ha opuesto a la reforma de las pensiones del gobierno recurriendo tanto al radicalismo defensivo de sus sindicatos afiliados como al reformismo favorable a la negociación. Pero es “no” si nos fijamos en los “chalecos amarillos” que ahora engrosan las filas de las protestas por la reforma de las pensiones después de haber quedado desilusionados por el “Gran Debate” de Macron, una gira de dos meses de escucha de las demandas ciudadanas por parte de las autoridades locales y nacionales.

Más que una negociación, las miles de quejas recogidas dieron lugar a otra serie de propuestas verticalistas del presidente, que muchos consideraron desconectadas de las demandas iniciales.

¿Podrían invertirse estas tendencias? Como mínimo, exigiría una profunda reforma de las instituciones francesas y una renovación de la clase política, dos opciones que, por ahora, parecen inalcanzables.

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